Cierta vez se me ocurrió hacer una lista de mis manías para
contemplarlas fríamente y tratar de librarme de alguna. Aunque reconocí que las
más tenaces se arraigaban en mis primeros años, me propuse combatir las más
recientes. Ese estudio prematuro no me aportó ningún descanso, sin embargo, y
durante mucho tiempo seguí envidiando a mis hermanas, quienes, al acostarse, no
perdían ni un minuto, mientras que yo me pasaba las horas enteras en idas y
venidas que no me aportaban ninguna utilidad ni alivio (…).
Antes de acostarnos debíamos poner los juguetes en su sitio. A mí
no me bastaba agrupar las muñecas, procurarles la ternura suficiente del
contacto de sus brazos. Cuidaba, además, sus posturas. A veces era necesario
que me levantase de noche para ir, a escondidas, al cuarto de los juguetes y
cerciorarme de que ninguna mantenía un brazo en alto, la cabeza agachada o dada
vuelta hacia atrás. No hubiera podido dormir pensando en que se pasaría toda la
noche con una pierna encogida, sentada de costado, en una posición incómoda.
Esta costumbre me siguió mucho tiempo. Más tarde, al visitar alguna casa donde
hubiera criaturas, permanecía hasta que se hallaran acostadas para aproximarme
a las muñecas, disimuladamente, y con un gesto distraído bajar un brazo, enderezar
una pierna.
Nunca pude, tampoco, beber sólo un trago de agua o de cualquier
otra bebida. Era imprescindible que fueran dos, cuatro, seis. (…) Por mucha sed
que tuviera, a medida que bebía contaba los sorbos para detenerme siempre en un
número par, y durante mucho tiempo, todas las noches, antes de acostarme, bebía
cuatro traguitos de agua.
Norah Lange. Cuadernos de
infancia (frg.), 1937.