octubre 05, 2013

★exilio en tres re (parte 1)




(Fragmento de la obra seleccionada por el Colectivo Literario Puertorriqueño Ó)





I – rescisión

Hacía tiempo que los cajoncitos de pino barnizado de los calzones y las medias tres cuarto la habían cansado.

Buscaba otra cosa- se daba cuenta- y no era en el estante de zapatitos Sarkany donde la iba a encontrar.

Se había fijado también que la manija brillosa de la corrediza había dejado de brillar, y no le daban ya ganas de pasarle lustra muebles, ni de quedarse mirando un rato- mientras lustraba- los pósters de los muchachos bien dotados que ella misma había pegado con cinta scotch en la madera ploteada.

Empezaba a pensarse del otro lado.
Empezaba a tirar de la hilacha del encantamiento, y a buscar en las guías turísticas la receta para el antídoto.

Empezaba a verse lejos de las perchas de plástico sintético, que se le clavaban en las costillas cada vez que se compraba algún saquito de moda nuevo, alguna camisita con bordados en rosa fuerte, algún pantaloncito ajustado de etiqueta yanqui.

Odiaba, además, el primer piso.
No entendía cómo resultaba posible ese amontonarse cínico de tantos bártulos inservibles, esa supervivencia amotinada toda junta en un hueco oscurecido, ese empujarse con violencia de tanta cosa suelta.
La ropa vieja, el paraguas roto, el patín oxidado, la toalla robada del hotelucho de mala muerte con nombre de dios griego, el trajecito de estampado retro, la alfombra hedionda y mal enrollada, el juguete de la infancia olvidada, las fotos nunca mostradas de los quince, la pieza perdida del instrumento musical jamás armado, la envoltura del primer chocolate, la plancha en desuso, la radio a medio sintonizar.

Todo era un solo de la multitud que se agolpaba en el conventillo superior.

Los sweaters de la tercera tabla eran los únicos que le resultaban medianamente simpáticos.
Los tenía siempre a mano para disimular el frío que le causaba la mentira mediocre del noviazgo acartonado con el chico de buen pasar, ese que venía todos los jueves a cenar a casa, ese que le tocaba la pierna por abajo de la mesa, ese que a mamá le caía tan bien.

Casi siempre después del amor fingido se le daba por inventar libertades.
Las apretaba contra la sábana recién mojada y las dejaba desparramarse por adentro, lejos de las carteras acharoladas de industria nacional, lejos de las cajitas lila llenas de cosméticos charlatanes y de hebillitas para el pelo.

Se pensaba del otro lado.

Soñaba sueños borrachos de orgullo multifruta, expediciones salpicadas de esas cosquillas sedientas que da el besar los labios de otra, señales de tránsito derretidas por el roce húmedo de las comisuras semiabiertas, caras arrugadas de tanto placer safista y de tanta risa en conserva recién sacada de la lata.
Soñaba, una vez, sueños plurales.

Eso fue cuando empezaba a pensarse fuera.

Eso fue cuando empezaba a pensar en ese hacer rápido las maletas, en ese escaparse lento por el agujero de la cerradura, en ese desertar de la rutina circense y cruzar la vereda para pararse erguida – y siempre hermosa - sobre la pista de aterrizaje.